jueves, abril 26, 2007

Un nuevo Credo.




Creo en el Dios liberado del vaticano y de todas las religiones existentes y por existir. El Dios que antecede a todos los bautismos, preexiste antes que los sacramentos y desborda todas las doctrinas religiosas. Libre de los teólogos, se derrama gratuitamente en el corazón de todos, creyentes y ateos, buenos y malos, de los que se creen salvados y de los que se creen hijos de la perdición; también, de los que son indiferentes a los abismos misteriosos del más allá de la muerte.
Creo en el Dios que no tiene religión, creador del universo, donador de la vida y de la fe, presente en plenitud en la naturaleza y en los seres humanos. Dios orfebre de cada ínfimo eslabón de las partículas elementales, desde la refinada arquitectura del cerebro humano hasta el sofisticado entrelazado del trío de cuarks.
Creo en el Dios que se hace sacramento en todo lo que acerca, atrae, enlaza y une: el amor. Todo amor es Dios y Dios es lo real. En tratándose de Dios, dice bellamente Rumi, no se trata del sediento que busca el agua, sino del agua que busca al sediento. Basta con manifestar la sed y el agua mana.
Creo en el Dios que se hace refracción en la historia humana y rescata todas las víctimas de todo poder capaz de hacer sufrir al otro. Creo en teofanías permanentes y en el espejo del alma que me hace ver al otro que no soy yo. Creo en el Dios que, como el calor del sol, siento en la piel, aunque sin conseguir contemplar o agarrar el astro que me calienta.
Creo en el Dios de la fe de Jesús, Dios que se hace niño en el vientre vacío de la mendiga y se acuesta en la hamaca para descansar de los desmanes del mundo. El Dios del arca de Noé, de los caballos de fuego de Elías, de la ballena de Jonás. El Dios que sobrepasa nuestra fe, disiente de nuestros juicios y se ríe de nuestras pretensiones; que se enfada con nuestros sermones moralistas y se divierte cuando nuestro arrebato profiere blasfemias.
Creo en el Dios que, en mi infancia, plantó una acacia en cada estrella y en mi juventud, se asomó cuando me vio besar a mi primera enamorada. Dios fiestero y juerguista, el que creó la luna para engalanar las noches de deleite y las auroras para enmarcar la sinfonía pasajera de los amaneceres.
Creo en el Dios de los maniacodepresivos, de las obsesiones psicóticas, de la esquizofrenia alucinada. El Dios del arte que desnuda lo real y hace resplandecer la belleza preñada de densidad espiritual. Dios bailarín que, sobre la punta de los pies, entra en silencio en el palco del corazón y comenzada la música, nos arrebata hasta la saciedad.
Creo en el Dios del estupor de María, del camino laboral de las hormigas y del bostezo sideral de los agujeros negros. Dios despojado, montado en un borrico, sin piedra donde reclinar la cabeza, aterrorizado de su propia debilidad.
Creo en el Dios que se esconde en el reverso de la razón atea, que observa el empeño de los científicos por descifrarle su juego, que se encanta con la liturgia amorosa de cuerpos excretando jugos para embriagar espíritus.
Creo en el Dios intangible al oído más cruel, a las diatribas explosivas, al corazón hediondo de aquellos que se alimentan de la muerte ajena. Dios misericordioso, se agacha hasta nuestra pequeñez, suplica un suave masaje y pide arrullos, exhausto ante la profusión de idioteces humanas.
Creo, sobre todo que Dios cree en mí, en nosotros, en todos los seres engendrados por el misterio de tres personas unidas por el amor y cuya suficiencia desbordó en esta creación sustentada por el hilo frágil de nuestro acto de fe.
Jon Sobrino.

domingo, abril 01, 2007

Cuento Corto II.




Se encontraba transitando por aquel sombrío espacio, en sequía y sobornado, prescrito por la naturaleza como América Latina; lo más perdido de la humanidad, aquello que había logrado la unidad del hombre y que hoy solo quedaba como una hermosa reminiscencia. La Consciencia, ese afable atributo que se instauró en el mortal para otorgarle la cualidad de viviente desigual.

Abatida se suspende ante la indiferencia de un pueblo, que hoy se encontraba enajenado por la fuerza del llamado imperio, que se había encargado muy bien de hacer olvidar al hombre la existencia esencial, natural, e inmutable de la consciencia, quien por siglos los liberó de aquel emperador, rufián y opresor.
Decide hacer un alto ante una pequeña caterva de entes, que zanjados por la mas fiel compañía de quien germina gracias a la consciencia; la indignación. Intentaban, soterradamente, despertar en aquella América dormida, la salvación del explotado pueblo, la liberación del hombre por el hombre, la unión del hombre por sobre el imperio.
Al momento de su llegada, la reciben acongojados, aunque llenos de gozo. Le cuentan que fue la esperanza quien les pidió paciencia y les advirtió de su pronta llegada, les persuadió en su debido tiempo ”A los hombres de poca fe, el céfiro de quien tanto esperamos, se esfumará como la ensambladura de la razón”.
Ante tan trascendental presencia, los redentores le deciden mostrar aquel espacio casi perdido, revelándole las cosechas pocas que en el plazo han logrado.
Triste y apesadumbrada, la consciencia intenta evocar en dicho pueblo sus más onerosos frutos, quienes con contemplación ofuscada, le preguntan ¿y tu quien eres? ¿Te conocemos?
Exacerbada y hastía ante tal putrefacta generación que desconocía su presencia, exclama con el padecimiento de su intrepidez… ¡Hoy me desconocen, hoy me ignoran, hoy no me alientan y ni siquiera me aclaman, pero vengo a evocar en sus retorcidas mentes mi presencia, magnánima presencia que debiese despertarles orgullo de tenerme aquí! ¿Donde ha quedado el recuerdo de mi estampa en aquellos obreros, campesinos y mineros? ¿Por qué hoy me he vuelto sólo un recóndito agasajo?, que acaso sus prosapias no dejaron en sus frágiles cuerpos la expansión de mí.
Junto a la razón les exclamo con júbilo: Despierta América recogida y taciturna, despierta y mira a tu alrededor, mira lo que te han hecho, mira lo que ha detonado ante mi ausencia, siente lo perdido, donde quedaron tus frutos, donde quedaron tus caudales. Has cedido libremente, a merced de un hambriento pueblo, ávido de bienestar. Declaro ante mi ausencia obligada por tu irracionalidad, sin mi no son nada, ni nada serán.

Lupe Morales.